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Roma, ciudad de des-encuentros

Algunos creen que todos los caminos conducen a Roma.

Pero Roma no es más que una ciudad de des-encuentros. Donde los caminos, como ella, son eternos. Uno se pierde. Se encuentra. Y vuelve a perderse por callejones de adoquines. De edificios bajos, antiguos, de colores. Donde las vistas son efímeras, pero no perecen. Donde el tacto se vuelve frio. Donde los habitantes son de mármol. Donde reinan las escaleras, y los dragones. Dragones en lo alto custodian antiguos castillos. Ángeles con espadas se avistan desde los cafés bulliciosos. Y allí, en ese pequeño metro cuadrado, junto aquel puente, estaba él.

Levantó la taza del pequeño plato. Encajaba a la perfección. Bebió un sorbo, mientras mentalmente contabilizaba la cantidad de columnas que sus ojos alcanzaban a ver nitidamente. Lo volvió a apoyar. Eran las 11.11 y, sin emitir mueca alguna, lo recordó. Vio su valija que aguardaba a su derecha volver al trajín de los desniveles, atravesar la ciudad y descansar en un vagón de tren. Tomó el sombrero que reposaba sobre la maleta y se lo colocó. Suavemente sus dedos se deslizaron y lo acomodaron. Ahora, también encajaba a la perfección. Pensó en prender un cigarro, para completar la escena.

Se llenó los pulmones de aire puro, y lo prendió. A continuación sus pulmones se volvieron a llenar, de humo. Esta vez, su media mueca se dejó ver. Volvio en sí. Lo dejó reposar y observó fijamente el café. Se fundió en él, o con él. Antes aire, ahora líquido. Ya no flexible, mas bien amorfo. Libre de adoptar cualquier posición física, espacial. Y temporal. Volvio a ver la hora. Seguian siendo 11.11. Su reloj se había detenido. Detenido en las calles de Roma, reino del desencuentro, excento de límites mundanos. Con miles de caminos para despistar al enemigo y quizas, solo quizas, reencontrarse con algún ser querido.